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CARA DE PÓKER

  |   En hores d'oficina, Elvira i Don Alberto

Todo el mundo miraba hacia el cielo. No era un repentino sentimiento de espiritualidad sino la respuesta instintiva ante un hecho tan conocido como desconcertante. Miles de pájaros dibujaban sobre la ciudad formas elásticas irrepetibles, desafiando al más sofisticado programa de diseño informático con su exactitud y orden inexplicable.
Algunos peatones olvidaban sus prisas y boquiabiertos meditaban sobre la perfección de la naturaleza mientras perdían su turno de semáforo, cosa que cualquier otra mañana les hubiera enfurecido.
Don Alberto aceleró, por fin, tras el requerimiento sonoro de los sufridos conductores inmóviles. Recordaba la conversación de la noche anterior. En una cena de negocios, su compañero Marín argumentó su teoría -que no era suya, naturalmente- del caos existente en el Universo.
Don Alberto quiso discutir haciendo gala de sus convicciones cartesianas y afirmó que el orden y la armonía eran las leyes que imperaban. Podía haber puesto este ejemplo de haber visto ayer los pájaros jugando a las formas infinitas.
Llegaría a la oficina y le explicaría el espectáculo de la mañana. Sería un argumento definitivo.
– Elvira, póngame con Marín… o, mejor, dígale que bajo a verle.
Tenía ganas de demostrar lo equivocado que estaba el joven delfín de la compañía. Claro que a nivel dialéctico se sentía en inferioridad de condiciones. Nunca podía vencerle en este campo, ya que Marín siempre tenía una cita en la recámara y, lo que era peor, en ocasiones la cita era en inglés.
– Adelante Alberto, adelante. ¿Qué tal la cena de ayer…? Te vi muy beligerante.
– No, beligerante no, tan solo pretendía ambientar la discus…
Pisándole la frase, Marín continuó:
– Por cierto, viniendo hacia el despacho he visto una cantidad inmensa de pájaros que volaban sobre la ciudad. ¿Lo ves como no existe orden alguno en la naturaleza? En lugar de estar en su recinto natural, vienen a invadir nuestro espacio.
– De esto precisamente quería hablarte.
– ¡No me digas! Yo pensaba… seguro que si Alberto lo ve me dará la razón.
– No, si yo precisamente…
Ya me extrañaba a mí que me llevaras la contraria en aquel tema de anoche. Algo estarías maquinando con tu intervención.
Marín se levantó de su silla, abrazó la espalda de Don Alberto y lo empujó suavemente sonriendo palmeando su hombro, hacia la puerta de su despacho.
No había empleado ninguna de sus citas y, sin embargo, daba por zanjada la discusión erigiéndose como vencedor absoluto de la contienda. ¿La contienda?, pero si ni tan sólo un mal tanteo entre contrincantes.
Don Alberto subía las escaleras con cara de r sintiéndose un perfecto inútil en el arte de conversar.
¿Cómo era posible que el niñato de Marín le dejara sin habla?
– Elvira, no me pase llamadas, excepto…. ya sabe.
– Sólo una cosa, Don Alberto, el representante de Sigüenza deja la casa. Dice que no puede vender si no conoce el producto. ¡Conocer el producto, conocer el producto…! Tampoco yo sé nada del caos y la armonía del universo y me aguanto.
Elvira quedó atónita. No dijo absolutamente nada. Por si acaso.
Don Alberto encontró refugio en su despacho. Estaba irritado.
“Conocer el producto”, repetía. ¡Estaba claro! Esta era la base de su fracaso. E1 sabía cómo vender. Sabía utilizar el arte de la persuasión y frente a un cliente manejaba el arma de la palabra, los silencios, mostraba el beneficio de su propuesta, la prueba, el remate de la venta -su victoria- tras la argumentación justa y precisa. Le consideraban un maestro y le confiaban jóvenes comerciales para formarlos.
Podía salir airoso de cualquier situación conociendo el tema.
¿Cómo se le había ocurrido disertar sobre rarezas filosóficas?
Se sentía ridículo imaginando su cara de póker.

 

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