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COQUETEO

  |   En hores d'oficina, Elvira i Don Alberto

A menudo me pregunto sobre la inaccesibilidad de algunos directivos que se acuartelan con verdaderas baterías de telefonistas y secretarias ante las llamadas de desconocidos o poco conocidos.
En una ocasión, tras conseguir traspasar las barreras musicales con intermitencias digitalizadas y salpicadas de voces angelicales, Don Alberto recibió como toda respuesta: “Lo que tenga que decirme envíelo por fax”.
Aquella frase fue tan contundente que el orgullo de nuestro personaje quedó herido de muerte. Defendía las excelencias de la comunicación directa, de la frase justa como réplica a las objeciones del cliente y la conducción de la venta sin el soporte frío de los papeles.
Sin embargo, reconocía que en muchas ocasiones le indicaba a Elvira, su secretaria, que no le pasara llamadas… que estaba reunido. Algo parecido a su percepción tendrían sus frustrados interlocutores.
Elvira era implacable en el cumplimiento de este tipo de órdenes. Sólo en una ocasión se dejó embancar sumida en un coqueteo instintivo.
– Señorita Elvira… ¿Es usted la señorita Elvira?
– Sí, ¿dígame? yo misma.
– La he reconocido, su voz es inconfundible. Siempre pienso que las voces identifican y retratan a las personas.
– Verá, no sé que decirle.
– Sí. Son como el aura que proyectamos y en su caso se percibe con mucha nitidez, esto de dice mucho en su favor.
– Muchas gracias, pero dígame, ¿con quién hablo?
La postura de Elvira, siempre rígida y con actitud nerviosa, sufrió una transformación radical. Le pesaban los brazos, cruzó lentamente las piernas y reclinó su permanente en el respaldo del sillón, desplazándolo lentamente, navegando sobre el parquet, sobre las cinco ruedecitas de su trono que respondían a la inercia provocada por el suave golpe de tacón.
Llegó en su viaje junto al ventanal y jugueteaba con las hojas de plástico de su planta perenne.
– Soy Morales, Jesús Morales, de la compañía de teléfonos móviles. Le llamé hace un par de meses.
– Sí, sí, lo recuerdo. Don Alberto está reunido y este tema ya lo traté personalmente con él. De momento…
– No, si lo sé. Estoy seguro que le entregó la información que le envié, pero he pensado que sin poder exponer personalmente las ventajas de la actual promoción no tendrá suficientes elementos de juicio. Bueno, usted sí podría transmitirle… por cierto ¿sabe que con el nuevo sistema su voz no cambiaría en absoluto?
– No sé, pero a Don Alberto no le interesa.
– Ahora hablo de usted. Su voz no perdería musicalidad ni quedaría entrecortada, y el alcance es prácticamente total. Me gustaría que lo probara.
– Yo no soy su posible cliente. No me muevo de la oficina.
– Don Alberto debe viajar a menudo.
– Sí, sí. Siempre está en el coche.
– Justamente por eso le llamo. Sé que debe considerar la posibilidad del móvil. Sin duda podría ahorrarse muchas reuniones y tiempo de despacho si en los desplazamientos fuera resolviendo temas… con su ayuda, claro. Estoy seguro que depende en gran medida de usted.
– Le ayudo. Nada más. Es él quién hace lo importante.
– Y usted resuelve lo urgente. Para usted sería de gran ayuda tenerlo localizado todo el día.
– Verá, creo que tiene razón. Yo le pasaré nuevamente el expediente.
– No, señorita Elvira. Le podrá dejar un teléfono de prueba. Subo enseguida. Le estoy llamando desde el vestíbulo, desde mi móvil.
Elvira rebuscó el espejito en su bolso y se dio dos toques moldeadores en su peinado. No fuera a ocurrir que su imagen traicionara a su aura.
Alguien dijo que no vendía bellos zapatos, prefería vender pies bonitos.
Este tipo de argumentos, en el punto adecuado de la corrección, marcando las distancias de la olvidada urbanidad escolar, produce siempre efectos positivos.
Todo el mundo vende un producto, un servicio, una entrevista como vehículo de aproximación para conseguir otras metas, una idea. Una tesis… No se ha inventado todavía la vacuna contra la alabanza. Todos somos sensibles a ella.
El flirteo descarado que se nos presenta corrientemente puede producir efectos contrarios.
La eficacia de la venta por el método del coqueteo… en su justa medida, desde luego.